En diferentes puntos del planeta habitan pueblos cuyas prácticas heredadas no sólo han logrado conservar numerosas especies, sino también la información sobre su valor nutritivo y medicinal.
Por Juan Carlos mirre
Arboricultura frente a monocultivo
Los casi 10.000 años de prácticas agrícolas no se iniciaron sólo en el Creciente Fértil y el Valle del Nilo, también se desarrolló un tipo muy especial de agricultura o arboricultura en los densos bosques y selvas tropicales. Lo interesante es que, a diferencia de la clásica explotación cerealista de las franjas templadas del planeta, donde reina el monocultivo, en la arboricultura se ha creado y se mantiene la máxima biodiversidad. El antropólogo Darrell Posey estudió durante años las costumbres de los kayapo del Amazonas y calculó que en una hectárea de bosque cultivado por estos indios se encuentran hasta 606 árboles de 300 especies distintas, algo imposible de explicar sin la intervención humana. Esta increíble concentración de biodiversidad vegetal se repite entre los ngbaka del África central, que cultivan 40 tipos de plantas diferentes en sus huertos de la selva; en los kenyah de Sarawak (Borneo), que mantienen 50 variedades; en los wayapi de la Guayana francesa, que han logrado 32 variedades de mandioca, 12 de ñames y 11 de bananos, y en los hanunóo de Filipinas, cuidadores de 413 especies vegetales. Pero los campeones son los yafar de Nueva Guinea, que entre otras, cultivan 20 variedades distintas de taro, 32 de mandioca, 24 de caña de azúcar y 30 tipos distintos de bananas.
Todo ello constituye un patrimonio genético irreemplazable. Es inquietante comparar los logros de estas culturas primitivas con el panorama agrícola del mundo moderno, donde apenas 12 especies representan el 80% del volumen total de cultivos del mundo: cinco cereales (trigo, maíz, arroz, cebada y sorgo), una leguminosa (soja), tres raíces (patata, mandioca y batata), dos productoras de azúcar (caña de azúcar y remolacha azucarera) y una fruta (banano o plátano). Debería avergonzarnos que, después de tanto progreso científico, sólo conozcamos las propiedades nutricionales o medicinales del 1% de las 265.000 especies conocidas de plantas frutales inventariadas sobre el planeta. Mientras tanto, en nuestro país, los ingenieros agrónomos, veterinarios y técnicos agrícolas que formamos en las universidades sólo encuentran empleo como agentes inmobiliarios o promotores turísticos.
Los “tukano” y los “kayapo” Los tukano habitan la cuenca alta del río Negro, no lejos de la invisible frontera entre Brasil y Colombia. Reichel y Dolmatoff, dos antropólogos que convivieron con ellos durante años, han llegado a la conclusión de que la filosofía de esta tribu es esencialmente ecosófica. Los tukano tienen una concepción totalmente holística y no antropocéntrica del universo; es decir, no se consideran hijos de Dios, ni poseedores de una inteligencia superior a los demás seres. Sus relaciones con el entorno son de igual a igual y, antes de partir de caza o quemar el bosque, negocian con los espíritus de los animales o los árboles para obtener su permiso. Esto se hace a través de rituales tradicionales mediante trances inducidos con hierbas alucinógenas. Las mujeres son expertas en el uso de los distintos carbones vegetales y cenizas resultantes de la quema del monte. De alguna manera saben qué tipos de insectos, bacterias y microorganismos del suelo se desarrollarán en asociación con el carbono y qué tipo de vegetales convendrá plantar en función de ello. También saben intercalar plantas que repelen insectos y gusanos dañinos junto con la mandioca, el ñame y la batata. Conservan lotes de terrenos especiales, denominados “nenge viado”, donde desarrollan plantas que se utilizan exclusivamente como almacén genético para conservación de variedades cultivables. Según el antropólogo Darrell Posey, algunos miembros del pueblo kayapo son auténticos especialistas en agrobiología. Conocen al detalle los suelos, las plantas, los microorganismos, los insectos y los animales de toda la región de los Apeté (islas de Bosques) y, por supuesto, también sus propiedades nutritivas y medicinales. Tienen, además, un completo conocimiento de las relaciones simbióticas entre suelos, plantas y animales, así como de la distribución geográfica de cada nicho ecológico. Los kayapo saben que ciertas plantas se desarrollan mejor si crecen juntas y sus plantaciones están siempre formadas por comunidades. En una de las comunidades de bananos se encuentran, además de éstos, unas 24 variedades de tubérculos comestibles y numerosas plantas medicinales amigas de los bananos; entre ellas, la planta denominada “no quiero niños”, que utilizan para regular la fertilidad. La interacción o simbiosis es tan importante para este pueblo que no existe el concepto de planta o especie como lo entendemos nosotros, sino más bien el de una comunidad de plantas. Las comunidades interactivas de éstas son consideradas como el resultado de un equilibrio de energías, lo que implica un complejo ritual de jardinería, ya que las plantas deben distribuirse en el espacio y en el tiempo como si se tratase de pintar un cuadro. Lo que a nuestros ojos parece un simple conjunto de plantas, resulta, al observar detalladamente, un grupo de cinco zonas concéntricas donde alternan distintas especies y variedades que han sido plantadas de acuerdo a una secuencia programada. Respecto a sus conocimientos de edafología –ciencia del suelo–, resultan sorprendentemente superiores a los nuestros. Su compleja taxonomía de clases de suelo está relacionada con los tipos de comunidades de plantas que soportan. Por eso son muy cuidadosos en el mantenimiento de condiciones específicas de temperatura, humedad e insolación de cada suelo, lo que controlan mediante la sombra de la propia vegetación o el uso de cubiertas de hojas, paja o cortezas de árbol. Los kayapo son también excelentes observadores de la conducta animal y consideran que cada uno tiene su personalidad. Para conocerla, se instruyen desde muy pequeños jugando con pájaros, reptiles, anfibios, serpientes, mamíferos e incluso arañas, que son criadas en el poblado. Por otro lado, sorprenden sus conocimientos sobre etología de insectos, que utilizan para el control de pestes agrícolas. Por ejemplo, colocan deliberadamente colonias de las olorosas hormigas azteca para repeler a las atta, unas devoradoras de legumbres. También utilizan las propiedades medicinales de estas hormigas, triturándolas y aspirando profundamente el olor desprendido. Tanto los kayapo como los tukanos, así como otros pueblos de la Amazonia, aprovechan, además, los frutos de varios tipos de palmeras y árboles, tales como el castaño de Para, del que salen las nueces de Brasil, el achu o la pitomba, que no crecen de forma salvaje, sino que están estrictamente controlados por ancestrales prácticas agroforestales.
Los ’shuar, los ‘nuaulu’ y los polinesios Los shuar viven en el valle de Nangaritza, al sur del Ecuador, en la zona de transición entre los Andes y la llanura amazónica peruana. Sus comunidades cultivan 185 especies y variedades de plantas, de las cuales, algo más de la mitad son utilizadas como alimentos y unas 40, con fines medicinales. Su entorno está considerado como una de las joyas de la biodiversidad y ha sido protegido bajo el Parque Nacional Podocarpus, ya que se encuentra amenazado por las extracciones madereras y la agricultura intensiva. Sin embargo, ya se percibe el cambio de mentalidad generacional que pone en peligro esta biodiversidad, ya que las huertas cuidadas por las mujeres jóvenes sólo muestran 20 especies, mientras que las de las mayores contienen unas 60. Otros guardianes de la biodiversidad son los nuaulu, que habitan la isla de Seram (Indonesia). Son expertos agricultores de la palma de sagú, que tiene un tronco comestible rico en almidón. Los nativos reconocen 272 especies de árboles, con distintas utilidades y cultivan una gran variedad de tubérculos y legumbres. Actualialmente, mantienen una lucha contra las licencias que el Gobierno de Jakarta otorga a las empresas madereras para expoliar la selva. Los habitantes de la Polinesia también utilizan sistemas de arboricultura muy completos, lo que les ha permitido estar entre los pueblos más autosuficientes y mejor nutridos del mundo. Un buen ejemlo es la isla de Tonga, donde se practica una silvoagricultura muy compleja, en la que conviven árboles, matas y plantas de ciclo anual. El terreno virgen o rotado se divide en pequeñas parcelas y se corta toda la vegetación de pastos y arbustos, dejándola secar sobre el suelo para luego quemarla. Los grandes árboles, como el del pan, los mangos o los aguacates, se protegen mediante podas parciales para que el sol pueda penetrar en todo el huerto cultivado. Esto permite el desarrollo de las plantas de mandioca, taro, caña de azúcar, espinacas, cebolletas, coles y otras legumbres, así como plátanos. El cultivo de estos jardines se mantiene entre siete y ocho años, al cabo de los cuales se dejan un periodo similar en barbecho. Los árboles frutales continúan produciendo frutos y abundantes hojas, en especial el género Leucaena, y éstas se utilizan como forraje para el ganado.
LA LLEGADA DE LA CIVILIZACIÓN Varias amenazas se ciernen sobre la fantástica riqueza creada por las prácticas agrícolas ancestrales, entre las que destacamos las de origen interno, resultado de la propia modernización de estas sociedades: -La introducción de monocultivos comerciales intensivos, lo que les lleva a abandonar los métodos agrícolas tradicionales para obtener ingresos en metálico. -La deserción de los más jovenes, que dejan las prácticas agrícolas para integrarse a la fuerza de trabajo en los núcleos urbanos o ser contratados por empresas madereras, petroleras o turísticas. -Los sistemas de educación occidental, que mediante la escolarización forzada, no permiten que el reemplazo generacional asimile y practique las técnicas tradicionales y ancestrales.
En cuanto a las amenazas externas, las más usuales son: -La destrucción del ecosistema del bosque por la tala indiscriminada. -Las enfermedades contagiosas y venéreas, el alcoholismo o, simplemente, la ruptura de la escala de valores tradicionales.
Microorganismos protectores: La vida de las plantas, incluso la de las gigantescas sequoias de hasta cien metros de altura, depende de miles de millones de micoorganismos que apenas podemos reconocer mediante el microscopio. Sin ellos, las plantas enfermarían, ahogadas en sus propios residuos orgánicos tóxicos y morirían porque sus raíces serían incapaces de absorber los nutrientes del suelo. En una cucharilla de café de suelo negro (humus) viven unos 100.000 millones de bacterias que sintetizan el nitrógeno del aire y unos 100.000 protozoarios que liberan nitrógeno de vuelta al aire cada vez que se comen una bacteria. A éstos hay que sumar millones de hongos, esporas y algas que se encargan de reciclar hasta los plásticos más indestructibles. Sin embargo, sabemos mucho menos que los kayapo acerca del papel que desempeñan estos microorganismos como protectores contra las enfermedades de las plantas. Preferimos destruirlos mediante fertilizantes químicos, pesticidas y herbicidas que, además, contaminan nuestros alimentos.
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